Santa Mónica
Nacida en Tagaste el año 331 ó 332, ocupa el primer lugar en la galería de santos de la Familia Agustiniana por ser la madre de san Agustín. Inseparables el uno del otro, madre e hijo dejan en un segundo plano a Patricio, padre y esposo, y a los otros dos hijos del matrimonio.
La figura de Mónica, con una personalidad muy definida, da consistencia y color a la familia. Ella se encargó de llevar la iniciativa en la educación, con un acento especial en lo religioso. La pedagogía de Mónica, diríamos hoy, es la del testimonio y el acompañamiento perseverantes. Así ganó para Jesucristo a su marido y tuvo una influencia decisiva en la conversión de su hijo Agustín. Con inmenso gozo asistió a su bautismo la noche de Pascua del año 387.
Dios, Jesucristo, la providencia, la vida futura, constituían el credo repetido por Mónica frente a las diversiones y embelesos de su hijo. ¿Fue Mónica la clásica madre que se vuelve impertinente a fuerza de discursos y prevenciones? Claramente no, y la biografía de Agustín es toda una aventura de libertad. Habría que decir, más bien, que Mónica huyó de esa pretendida neutralidad que deja a los hijos tambaleándose en el vacío. Fue madre hacendosa y enérgica, creyó firmemente y quiso que la fe fuera otro pan compartido en la familia. Antes de morir, vio a su hijo Agustín cristiano católico y siervo de Dios. Recibió la visita de la muerte con la serenidad de los justos que saben les esperan los brazos del Padre. El año 387 –en expresión de Agustín– “aquella alma fiel y piadosa quedó liberada de su cuerpo”. Murió en Ostia Tiberina, a las puertas de Roma.
Mónica es el tipo de mujer fuerte y prudente de que habla la Biblia y se puede presentar hoy como la madre cristiana con una fortaleza de ánimo poco común, aguda inteligencia y una particular preocupación por la transmisión de la fe a su esposo y a sus hijos.
El Papa Benedicto XVI decía en Castelgandolfo refiriéndose a santa Mónica: “Vivió de manera ejemplar su misión de esposa y madre, ayudando a su marido Patricio a descubrir la belleza de la fe en Cristo y la fuerza del amor evangélico, capaz de vencer el mal con el bien… Como dirá después san Agustín, su madre lo engendró dos veces; la segunda requirió largos dolores espirituales, con oraciones y lágrimas, pero que al final culminaron con la alegría no sólo de verle abrazar la fe y recibir el bautismo, sino también de dedicarse enteramente al servicio de Cristo.
¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración” (Ángelus, 27 de agosto de 2006).