17 de noviembre de 2024
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
- Ciclo B -
Jesús dejó enseñanzas bien claras en torno a cómo culminará nuestra salvación. Los demás escritores de los libros del Nuevo Testamento también recogen y repiten la enseñanza de Jesús sobre el fin. Es una enseñanza que por alguna razón hemos dejado de proponer en la Iglesia, a gran riesgo de todos los que nos decimos creyentes en Cristo. Nosotros creemos que estamos salvados, que por la fe y los sacramentos participamos ya de la salvación de Cristo. Y esto es verdad. Pero nuestra salvación está todavía incompleta, pues el pecado sigue teniendo algún poder sobre nosotros y todavía no hemos resucitado. Algo parecido se puede decir de toda la humanidad. Cristo vino a salvarla del fracaso y la frustración, pero eso todavía no se ha logrado.
La Iglesia transmite claramente lo que Jesús enseñó. En primer lugar, que él volverá de nuevo y que esa vuelta de Cristo en la gloria implicará el colapso y final del mundo creado por Dios. Hoy Jesús lo dice claramente: Después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. La venida de Jesucristo en la gloria para dar culmen y plenitud a su obra salvadora es una enseñanza fundamental de nuestra fe. Expresa su promesa de que la salvación de la que ya gozamos, tanto a nivel personal como a nivel universal, alcanzará su plena realización. Y esa plenitud solo la puede dar Jesucristo. El colapso del universo expresa la convicción cristiana de que nuestra morada definitiva no es este mundo, sino el mismo Dios. Este mundo creado por Dios es transitorio. El cambio climático y los terremotos, la deforestación de bosques y los huracanes, la contaminación ambiental y la extinción de tantas especies de plantas y animales son manifestaciones de la vulnerabilidad, de la precariedad, de la caducidad del universo. Este mundo es transitorio y actuar para que no lo sea no tiene sentido cristiano. No por eso debemos dejar de cuidarlo, pues Dios nos dio el encargo de gobernar y dominar sobre la tierra desde la creación. Pero el cristiano tiene conciencia clara y firme de que esta no es nuestra morada permanente.
En la enseñanza de la Iglesia, la venida de Cristo y el colapso del universo dará lugar a otro acontecimiento que esperamos con ardiente deseo: la resurrección de los muertos. Hoy nos lo enseña el profeta Daniel: Será aquel un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo. Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán: unos para la vida eterna, otros para el eterno castigo. Tanto Jesús en el evangelio como el profeta Daniel en su profecía hablan de tiempos de angustia, de una gran tribulación. A lo largo de la historia de la Iglesia, a veces en un lugar y tiempo a veces en otro lugar y otro tiempo los cristianos han sufrido acoso, persecución, marginación y muerte. Jesús no nos ha prometido bienestar perenne, acogida universal por todos, prosperidad sin límites. Todo lo contrario. Nos ha dicho que si a él lo persiguieron y mataron no debemos esperar que nos suceda algo diferente a nosotros. Si de hecho a muchos cristianos nos toca vivir tiempos de paz y tranquilidad, debemos saber que esa es una gracia divina más que la situación normal del cristiano. Ese anuncio de una gran tribulación y angustia tras las cuales vendrá el Hijo del hombre y resucitarán los muertos es una exhortación a la perseverancia en la adversidad, al aguante en la persecución, a la resistencia frente a la agresión. Detrás de los tiempos oscuros e inciertos, después de la angustia y la zozobra brillará el sol de Dios.
Resucitaremos para el juicio. La resurrección de los muertos y el juicio final ante Jesucristo son otros dos acontecimientos de nuestro futuro. La resurrección de los muertos o la resurrección de la carne es una enseñanza de mucho alcance. Los cuerpos en que hemos vivido en este mundo son los portadores de nuestra historia, de nuestra identidad, de nuestras obras. Todo lo que hemos hecho en esta vida lo hemos hecho en el cuerpo y con el cuerpo. Sin embargo, al decir de san Pablo, la carne y la sangre no heredarán el reino de Dios; se entierra un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual (1Cor 15,50.44). San Pablo no explica cómo será ese cuerpo espiritual; pero será el nuestro, el de cada uno. Será un cuerpo que conserve la identidad de la historia vivida en este cuerpo de carne y de sangre, pero transfigurado por el Espíritu Santo. Toda la historia de nuestra existencia terrena personal vale para Dios. Por eso la resurrección de la carne va asociada al juicio. Ante la luz de la verdad de Dios manifestada en la gloria de Cristo el éxito o fracaso de nuestra vida será patente a nuestros propios ojos. Como enseña Jesús en el evangelio de san Juan: Dios no envió a su Hijo al mundo ni lo enviará en el futuro para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él. Pero habrá salvación para unos y condenación para otros. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, pero los hombres prefirieron la oscuridad a la luz, porque su conducta era mala. Todo el que obra mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede descubierta. Sin embargo, aquel que actúa conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se vea que toda su conducta está inspirada por Dios (3,17-21). El juicio de Dios no es algo extrínseco que nos viene de fuera, sino que es la puesta en evidencia del logro o fracaso de nuestra vida en el cuerpo a la luz de la verdad de Dios. Es posible arruinar y fracasar en la vida.
Finalmente, el juicio dará paso al reino de Dios. La creación llegará a la plenitud para la que fue creada. Aquellos de quienes quede patente a sus propios ojos y a los de Dios que su vida fue un logro de la misericordia de Dios en ellos alcanzarán la plenitud en Dios. Llegarán al cielo. Aquellos de quienes quede patente que su vida fue un fracaso ante sí mismos y ante Dios porque rechazaron la luz y la verdad acabarán en la frustración y la tiniebla. Acabarán en el infierno. Entonces cesará el tiempo y viviremos en la eternidad que no es duración sin fin, sino plenitud en Dios sin tiempo ni espacio; una presencia sin plazo ni extensión. Inimaginable. Jesús concluye con una advertencia: Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse. Pongamos pues empeño en ser parte nosotros de la gloria final. Que ese deseo de eternidad ilumine nuestro tiempo para vivir con sentido y rumbo nuestros días.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango–Totonicapán