27 de octubre de 2024
Domingo XXX del Tiempo Ordinario
- Ciclo B -
Desde hace algunos domingos, la segunda lectura se ha tomado del escrito del Nuevo Testamento que se conoce como la carta a los hebreos, que en realidad es un sermón muy bien articulado que explica cómo el sacrificio de Cristo en la cruz y su glorificación a la derecha del Padre es el acto por el que verdaderamente obtenemos el perdón de los pe- cados y la capacitación para llegar hasta la presencia de Dios. Ese sacrificio hizo caducos los ritos y marcó la fecha de vencimiento de los sacrificios que se ofrecían en el templo de Jerusalén y por consiguiente también de todos los ritos y cultos de todas las religiones que existen en el mundo. El único sacrificio que nos reconcilia con Dios, que nos obtiene el perdón y que nos conduce a la presencia del Padre Dios es el de Cristo. No hay otro (cf. Hechos 4,12).
En tal condición, Jesucristo también sustituye a los sacerdotes del Antiguo Testamento y a todos los otros mediadores de las realidades espirituales de otras religiones. Jesucristo es el único sacerdote que media entre nosotros y Dios, pues es el Hijo de Dios que se ha hecho uno de nosotros para compadecerse de nosotros y llevarnos a la salvación. El autor del sermón destaca en el pasaje de hoy las cualidades del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, el primero de los cuales fue Aarón, el hermano de Moisés. El sumo sacerdote era un hombre elegido de entre el pueblo, pero a quien se le confió la misión de mediar entre Dios y la humanidad. El sumo sacerdote ofrecía dones y sacrificios con la intención de obtener de parte de Dios el perdón de los pecados para la humanidad y ofrecer a Dios las oraciones, dones y sacrificios en nombre del pueblo. Como humano que era, podía comprender las debilidades de los hombres, pues él mismo estaba sujeto a ellas. Aarón no se designó a sí mismo como sumo sacerdote, sino que fue elegido y designado por Dios.
Cristo también fue designado por Dios en la categoría de sumo sacerdote cuando Dios pronunció las palabras que recoge el salmo 110: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy y añadió tú eres sacerdote eterno como Melquisedec. El Hijo de Dios, al hacerse uno de nosotros, se solidarizó con nosotros y compartió nuestras debilidades, menos el pecado. Por eso también se compadece de nuestros dolores y sufrimientos y tiene misericordia de nosotros pecadores. En tal condición es el único salvador y mediador que tenemos. No hay otro que valga ante Dios.
Esa actitud misericordiosa, capaz de compadecerse del sufrimiento de los hombres, Jesucristo la expresó y manifestó en durante su vida cuando curó enfermos, limpió leprosos, dio vista a los ciegos, perdonó los pecados de quienes acudieron a él arrepentidos de sus malas obras. El pasaje evangélico de hoy es uno de los muchos relatos que narran una curación de Jesús. Pero hay que entender que las curaciones corporales que Jesús realizó antes de morir se contaron después con la intención de presentar en ellas la curación espiritual que Jesús había traído con su muerte y resurrección. En efecto, las curaciones se realizaron antes de su muerte y resurrección, pero se contaron y se escribieron después. Y ese nuevo horizonte y contexto en que se contaron y se escribieron permitió descubrir un significado más profundo en los milagros de Jesús.
En la escena de hoy, un ciego del que se recuerda hasta el nombre, Bartimeo, estaba sentado a la orilla del camino. Jesús sale de la ciudad de Jericó para encaminarse a Jerusalén. Allá será recibido como el Mesías entre aclamaciones y palmas. Pero ahora, el ciego, también aclama a Jesús como el Mesías, el Hijo de David. ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Aunque muchos tratan de callarlo, el insiste en su clamor, hasta que Jesús se detiene y manda llamarlo. El ciego se presenta a Jesús, quien le pregunta qué favor quiere recibir. El ciego responde: Maestro, que pueda ver.
En el contexto original, el ciego al parecer pedía luz para los ojos de su rostro. En el relato después de la resurrección, comprendemos que la petición del ciego tiene un significado más profundo. “Poder ver” es otro modo de decir, ilumina mi vida, dale sentido y rumbo; que yo pueda ver de dónde vengo y para dónde voy. Jesús le responde: Vete, tu fe te ha salvado. El ciego recobró la vista y comenzó a seguir a Jesús por el camino. Pero es necesario examinar la respuesta de Jesús. El ciego había pedido poder ver. Jesús no le dice: recobra la vista. Le dice: Vete, tu fe te ha salvado. La respuesta de Jesús va más allá de lo que el ciego le pedía; el don que le trajo Cristo fue la salvación por la fe, y no solo la vista para ver. La vista recuperada fue símbolo de la fe adquirida. Porque la fe es luz que ilumina y alumbra nuestro camino. Por eso a los bautizados se les entrega una candela encendida, porque con la fe reciben la vista espiritual que les permite encontrar el sentido de su vida en Dios.
En esta eucaristía concluimos el mes dedicado a la Virgen María en su advocación del Rosario. Ella es la Madre de misericordia pues dio existencia humana al Hijo de Dios, cuya misericordia infinita nos trajo la salvación por su muerte en la cruz y nos la comunica cada día con el don del Espíritu Santo. Agradecemos a la Virgen María su intercesión por nosotros y su protección a nuestro país que la invoca como patrona. Durante el mes de octubre, y sobre todo durante la novena, han sido incontables los fieles católicos que han visitado la catedral con una súplica, con un agradecimiento, con un canto de alabanza en sus labios. Pedimos a Dios que acoja en su bondad y compasión las expresiones de fe y esperanza que se han manifestado de muy diversas maneras en esta iglesia y en todos los lugares donde se ha invocado la intercesión de la Virgen María. Que la gracia de Dios nos conceda vivir con alegría y esperanza.
A finales de este año comenzará el jubileo de cuarto de siglo que se extenderá a lo largo del 2025. Será un año para tomar conciencia del perdón de Dios ofrecido a manos llenas a través del sacramento del bautismo para quienes comienzan su vida cristiana y del sacramento de la penitencia para quienes ya estamos bautizados. Que la Virgen María también nos acompañe y suscite en nosotros la alegría de la fe y de la santidad.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango–Totonicapán