Siempre me ha llamado la atención que nuestro querido convento de Talavera haya terminado siendo un museo. Bonito destino para un lugar cargado de significado para nosotros y que hoy contiene piezas y más piezas de esa técnica que, desde el Neolítico, viene acompañando a los humanos: la cerámica.
Frágil y duradera; reinventándose continuamente, pero con un procedimiento que se repite de artesano en artesano: el torno y el horno. Siempre igual, pero siempre distinta. Como la Recolección. Nos parecemos poco a los frailes del capítulo de 1588, como se parecen poco las vasijas precolombinas a las figuras de Lladró o a los tarros de cuajada, por mencionar algo más prosaico.
Pero, fijaos por dónde, conservamos de nuestra primera Recolección dos o tres características que compartimos también con la cerámica que encontramos por ahí.
Su versatilidad. Valemos para todo. Hemos tenido hospitales, escuelas, parroquias, obras sociales, misiones —muchas misiones—, centros de estudios o de espiritualidad. Como la cerámica, nos acomodamos a las necesidades, posibilidades o encomiendas que un colectivo o un grupo nos ha pedido.
A los profesores del Colegio Agustiniano de Madrid les llama la atención que, cuando los recoletos llegaron a este barrio de La Estrella con su colegio bajo el brazo, llevábamos no más de 30-40 años dedicándonos a la educación. “Pues parece que siempre hubierais tenido colegios”, dicen.
No nos define lo que hacemos; no nos define para lo que servimos, sino lo que somos. Hoy somos un tarro de frutos secos y mañana un jarrón para unas flores. El mismo ser, distinta misión. Como la cerámica.
Y quizás por eso, allá donde estamos siempre logramos hacer algo bueno: servir a la gente, que se beneficien de nuestra presencia. Nuestras comunidades, nuestra presencia como religiosos y religiosas, es sencilla, pero necesaria y luminosa. Allá donde llegamos, generamos vínculos de cercanía, amistad, confianza. Nos quieren y queremos a la gente.
Duradera. Como la cerámica, somos una realidad duradera. Tenemos nuestros años como movimiento carismático. Quizás alguno de los religiosos más jóvenes hasta celebre los 500 años de la Recolección. Y, la verdad, bien llevados. Como esos platos que, puestos en la alacena para los días de fiesta, se les quita el polvo y brillan como nuevos. Hemos tenido momentos de mucho polvo entre nuestros poros, momentos de profunda incertidumbre; a veces por avatares históricos, otras por circunstancias internas. Pero siempre ha venido alguien que nos ha sacudido un poco, nos ha limpiado y nos ha hecho relucir: un Eugenio Ayape, una hermana Cleusa, un Ezequiel Moreno, un Enrique Pérez. Lo dicho: lámparas ardientes que nos han dado hasta un cierto esplendor.
Y la más entrañable de las características que tiene la cerámica: su fragilidad. Por eso siempre hay que tener un lugar apropiado para guardarla. Sin apilarla demasiado, cuidando que no se quiebre. Atentos a que los movimientos o los golpes no la hagan añicos.

Fijaos en una cosa: la Recolección tiene ahora en España dos colectivos a los que debemos cuidar especialmente. Tres de nuestros cuatro teologados y varias residencias para nuestros frailes más mayores y dependientes. Es una bendición para todos tener esta tarea como comunidad de hermanos y hermanas. Porque nos conecta con las palabras de Jesús que hoy hemos escuchado en el Evangelio: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. O lo que es lo mismo: “Cuidaos unos a otros”. Si algo le brotaba a Cristo por los poros, era el cuidado de los suyos, la atención al que no se vale por sí mismo, al que necesita ayuda.
Estoy convencido de que esa es ahora la misión que tiene fundamentalmente la Recolección en España: el cuidado. A los jóvenes, en su discernimiento y en el acompañamiento de su vocación. A los mayores, en la serenidad a veces rígida y, ahí sí, en el acompañamiento al médico. Mayores cuidando a mayores; jóvenes acompañando a ancianos. En fin, como dice la canción de Hakuna: “Todos por todos.”
Esta es nuestra Recolección. Y así sigue viva, en nuestras casas y ministerios, en nuestra fraternidad y en los monasterios, entre los jóvenes y con nuestros alumnos. Como una buena vasija que se llena del agua fresca del Espíritu, de la que podemos seguir bebiendo para que nunca, quiera Dios, acabe en la vitrina de un museo.




































La casa, que hoy alberga el noviciado de la Provincia Nuestra Señora de la Candelaria, sigue siendo un espacio donde jóvenes de diversos países se forman en el espíritu agustiniano recoleto. Fr. Héctor Manuel Calderón, maestro de novicios, describe este año como «una etapa intensa de interioridad, oración y vida comunitaria». Según Calderón, el noviciado es «un tiempo para vivir el carisma contemplativo de san Agustín, profundizando en el conocimiento de la vida religiosa y del papel que cada uno tiene dentro de la Iglesia».
El lugar también tiene un significado histórico. «Aquí se dio el nacimiento de la recolección agustiniana en América y, siglos después, fue el lugar donde San Ezequiel Moreno trabajó por la renovación de la vida religiosa», señala Calderón.
A lo largo del año, los novicios participan en cursos intensivos que profundizan en el carisma de la Orden y fortalecen su vida espiritual. Sin embargo, lo que más destaca de esta etapa es la vida comunitaria. «Las experiencias no se viven en solitario, se comparten con los hermanos. Esa es la riqueza de nuestro carisma», concluye Calderón.



Esta llamado a despertar nos recuerda que la Navidad no se limita a una tradición anual o a un simple evento histórico, sino que es un encuentro profundo y transformador con el misterio de Dios que toma nuestra humanidad para salvarnos.
La espera activa: un compromiso con la esperanza 





Esta idea, de que los orígenes humanos del Salvador debían estar limpios de pecado, llevó a la certeza de que su madre debía ser santa desde sus raíces. Esta convicción encuentra su fundamento en las palabras del ángel Gabriel cuando saluda a María y la llama «llena de gracia». Este término significa que María fue especialmente favorecida por Dios, elegida para una misión única. Este favor no comenzó con la visita del ángel, sino que se remonta al inicio de su existencia, al momento de su concepción en el vientre de santa Ana, cuando Dios la preservó del pecado y de la muerte. Mientras que nosotros somos purificados del pecado por el bautismo, la Virgen María no fue purificada, sino preservada de todo pecado desde el primer instante de su vida. En resumen, celebramos que Dios es más grande, más puro y más poderoso que el pecado humano.
Hoy hemos repetido el estribillo: «Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas». Estas maravillas se reflejan en la Virgen María, pero también en todo el plan de salvación que Dios ha diseñado para nuestro bien. La concepción inmaculada de María tuvo el propósito de preparar la encarnación del Salvador de todos nosotros. Las palabras de san Pablo en su carta a los Efesios, que hemos leído hoy, nos enseñan que también nosotros hemos estado en el pensamiento de Dios desde la creación del mundo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo». Esta elección divina incluye tanto a la Virgen María, por su concepción inmaculada, como a todos nosotros, mediante el don de la fe, el bautismo y los sacramentos. Dios nos eligió para ser santos e irreprochables a sus ojos, por amor. María fue santa e irreprochable desde su concepción; nosotros, a través de la escucha de la Palabra, el bautismo y la perseverancia en las buenas obras.
El propósito salvífico de Dios se realiza en nosotros por medio de la fe, el bautismo, la caridad y la Eucaristía, así como a través de la perseverancia en las buenas obras y la esperanza. Dios nos ha hecho hijos suyos y, junto con Cristo, nos ha constituido herederos de la vida eterna. Nos ha capacitado para compartir su vida divina por medio del Espíritu Santo. Para esto fuimos creados: para participar en la raíz de santidad que se introdujo en el mundo con la inmaculada concepción de María, uniéndonos a Cristo a través de la fe, los sacramentos y las buenas obras.
En la primera lectura de hoy, hemos recordado lo que sucedió tras el pecado de Adán y Eva, cuando se escondieron de Dios. Él bajó al jardín y preguntó: «¿Dónde estás?» Desde entonces, Dios sigue bajando al mundo para llamarnos y decirnos: «¿Dónde estás? No te escondas de mí. Si te avergüenzas por haber pecado, no te escondas, porque solo si reconoces tu pecado puedo sanarte». Esta pregunta de Dios se hizo más clara y urgente con el envío de su Hijo, que vino a buscar a los pecadores, ofrecerles el perdón e integrarlos en la historia de santidad que comenzó con la concepción inmaculada de María. Si la historia humana está marcada por el pecado desde la desobediencia de Adán y Eva, la historia de santidad está marcada por la gracia, cuyo origen está en la muerte y resurrección de Cristo, nacido de la raíz santa de María. Alegrémonos y demos gracias a Dios por su infinita bondad.
Este lema, afirma el Prior general, conecta profundamente con el carisma de la Recolección, un viaje hacia la plenitud en Dios y hacia el interior de cada persona.
Esta llamada es una invitación a cuestionar nuestro entorno y buscar la verdad, a no conformarnos con la superficialidad, y a mantener siempre viva la llama de una insatisfacción creativa que nos impulse al crecimiento espiritual.
«La soledad no representa una huida ni una forma de escapar de las personas; al contrario, es la creación de un espacio único que permite ir al encuentro consigo mismo y, a su vez, con Dios. La soledad implica comparecer con valentía ante el propio misterio, que a menudo resulta ser difícil de aceptar». Este misterio, nos recuerda Fr. Miguel Ángel, «solo se puede acoger con el corazón». El silencio, lejos de ser ausencia de palabras, es «la capacidad de adquirir la sensibilidad necesaria para escuchar la voz de Dios» y conocer mejor nuestro propio corazón.
n este 436 aniversario, el Prior general nos invita a recordar que no somos «turistas» en nuestra vida espiritual, y agrega: «Muchos mal llamados peregrinos, en realidad, no pasan de meros turistas». La verdadera recolección no se conforma con la comodidad de una vida sin compromisos; al contrario, es un llamado a ser «peregrinos de la esperanza», aquellos que buscan constantemente a Dios y que comparten el amor y la misericordia con sus hermanos.
El Papa Francisco, citado por Fr. Miguel Ángel, insta a toda la Iglesia a ser una Iglesia en pie, no una Iglesia sentada; una Iglesia que escucha el grito de la humanidad y actúa, una Iglesia que «camina con el Señor por las sendas del mundo» llevando la luz del Evangelio.
En esta línea, el Prior convoca a toda la familia agustino recoleta a ser tejedores de esperanza, una esperanza que se manifieste en acciones concretas y en la atención a los más necesitados.
En este aniversario, celebremos la riqueza de nuestra identidad como recoletos: una comunidad que no se conforma, que vive la fe intensamente y que comparte la esperanza. La Recolección, hoy más que nunca, es un llamado a construir un camino hacia dentro, para encontrar la paz de Dios y compartirla con los demás.