Lecturas: Daniel 7,13-14; Salmo 92,1ab.1c-2.5: “El Señor reina, vestido de majestad”; Apocalipsis 1,5-8; Juan 18, 33b-37: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”.
En este último domingo del año litúrgico confesamos a Cristo como Rey. Es una fiesta instituida por el papa Pío XI en 1925 y un título atribuido a Cristo difícil de explicar con justeza, ya que, como decía un filósofo —y en el caso de Cristo esto es completamente cierto—, las palabras son pobres vasijas incapaces de contener nuestras ideas y sentimientos.
Decimos Rey y sentimos que la palabra nos puede llegar contagiada de poder, autoridad, dominio, ambición, paternalismo, prestigio humano, vanidad, derroche, corrupción, anacronismo, en estos tiempos tan democráticos.
Sea lo que sea, eso apenas nos vale para entender bien a las claras lo que queremos decir de Cristo, porque —lo acabamos de oír en el Evangelio—, Jesús le responde a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. Como si quisiese añadir: “Yo solo he tomado la envoltura de la palabra, pero después de haberla vaciado meticulosamente de todo su contenido, hasta hacer imposible cualquier mínima semejanza con la imagen de grandeza y realeza que vosotros soléis tener y soñar”.
Así es. Para Cristo, ser rey no es un título de pompa, sino una misión de servicio. Él no viene a aguarle la fiesta a nadie ni a competir con los poderes de este mundo. Sólo pretende ser testigo de la Verdad, sin armas, sin estrépito de carros de combate, sin misiles de cabezas nucleares.
La prueba más concluyente de que Jesucristo no es rey como nosotros lo esperamos es que muchas veces huye cuando el pueblo lo quiere aclamar como tal; en Jerusalén no entra a lomos de un soberbio caballo y coronado del laurel del poderoso, sino en un humilde burrito y en el nombre del Señor, y san Juan nos evangeliza del todo cuando nos señala la cruz como el trono del Rey de Reyes, desde donde quiere ejercer su poderío y adonde desea atraer a todos.
El reino de Cristo es presencia, comprensión, conocimiento, sencillez, cercanía y servicio. Se trata de un reino donde ya no hay diferencias ni distancias; donde la justicia no es un sueño, sino una realidad gozosa, donde vemos a Dios no como a un rival o a un ser celoso de nuestra felicidad, sino como a un Padre tierno que se preocupa de nuestras cosas y nos quiere congregar a todos en su casa; donde las bayonetas y los cañones no tienen ya nada que decir y la paz es mucho más que una simple paloma; donde la verdad y el amor ya no nos dan miedo y somos capaces de llamar al pan “pan” y al vino “vino” y de dejarnos crucificar por el bien de los hermanos, al estilo del Señor.
¡Qué difícil entender el Reino de Cristo! Pero por ahí van los tiros, es decir, que de mandamases hay que pasar a servidores, y de reyes a siervos de todos por amor.
¡Qué paradójica la escena de Jesús ante Pilato! ¡El juez convertido en reo, y la Verdad interrogada y crucificada por el poder de la fuerza! Pero el final aclara la situación: La Verdad reinará desde la cruz, a pesar y por encima de la fuerza.
Ser Rey para Jesucristo es ponerse a la cola. Definir su misión como “dar testimonio de la verdad” significa que su experiencia de amor con el Padre no se impone nunca por la fuerza de la violencia ni por ninguna “guerra santa”, sino por su capacidad de convicción, por el atractivo del amor.
Ojalá lo sepamos entender y seamos capaces de vivir este reino anunciado por Jesucristo, reino de amor y salvación definitiva, reino de luz y de verdad.
Para eso, nada mejor que decir muchas veces:
— “Venga a nosotros tu Reino, Señor”.
Y, por descontado, nadie tiene que ver la realeza de Cristo con lo del refrán:
— “Reyes y gatos son bastante ingratos”.
A quienes lo siguen y viven su evangelio, Jesucristo los sentará a su mesa en el banquete eterno de su gloria, en el Reino nuevo que construimos ahora y gozaremos luego.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)