Jesús resucitado alimentó la fe de los discípulos. Les ayuda a comprender desde la fe que el que los llamó y les subyugó para seguirle es el mismo que se les presenta vivo de nuevo después de morir crucificado. Y todos los cristianos reciben también el don de la fe escuchando el anuncio de los apóstoles.
La resurrección del crucificado es el contenido central del anuncio cristiano, el pivote donde se asienta la verdad de nuestra fe en Cristo Jesús, el Señor. La estampa evangélica que la liturgia nos ha mostrado hoy habla claramente de ello. Y lo hace de forma singular. Sabéis que en la vida y en el arte son muy importantes los detalles. Ese pliegue del manto, la comisura de los labios, el gesto de unas manos, las venas que brotan desde el mármol, una mirada expresiva inmortalizan una estatua. ¡Qué vamos a decir del color y de la luz y de la composición de masas, tal como después de 14 años de restauración podemos otra vez contemplar en los solemnes frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel! Igualmente, los disonantes realzan los arpegios, el contrapunto le da novedad a la frase musical, los matices logran efectos especiales de armonía y contraste. Esto es así. Y Jesús lo sabe y, por eso, cuida los detalles.
Se escoge un nombre que significa “Salvador”. Llama al apostolado a hombres experimentados en la pesca. Cuando multiplica los panes, se preocupa de que no se pierdan las sobras. Les enseña a los discípulos cómo saludar a los extraños: “Paz a esta casa”. En el huerto se detiene a curar al criado, herido por la espada de Pedro. Hace coincidir su muerte con la víspera de Pascua, cuando se inmolaba el cordero ritual. Es sepultado en un sepulcro prestado, donde ninguno había sido enterrado todavía. Y después de su resurrección conserva las cicatrices de sus llagas. Y no se avergüenza de ellas, porque son un recuerdo de su pasión, un documento de identidad, como aparece en la escena del cenáculo, aquel primer domingo por la tarde ante sus discípulos. Jesús no es un fantasma, ni un advenedizo que se hace pasar por el Maestro. Es Él mismo, que nació de María y padeció bajo el poder de Poncio Pilato, el que conversó con la samaritana en el pozo de Jacob y miró de forma especial a Zaqueo, el que maldijo la higuera y llamó raza de víboras a los fariseos. Es el mismo Jesús que vive de forma distinta, como lo atestigua el hecho de atravesar las paredes de forma tan sorprendente. El que estaba muerto y bien muerto, ahora vive lleno de vida.
Fijaos. Las capas geológicas enseñan en sus estratos la evolución milenaria que dio consistencia a la tierra, fabricó los metales y preparó la cuna de la vida. Los árboles conservan en su tronco las iniciales y grabados que eternizan un amor. Los marinos ostentan tatuajes como testimonio de su valor y memoria indeleble de sus hazañas. Pero nosotros —quizá bastante a menudo— nos avergonzamos de nuestras cicatrices. Casi siempre las consideramos negativas. Y, sin embargo, ¡qué bien nos pueden hacer¡ Y ¡qué poco valdríamos sin aquéllas que nos deja el dolor en el rostro y en el alma! Hay que pensar que son positivas las cicatrices que nos dejan las propias equivocaciones. Nos enseñan a pensar y acrecientan nuestra capacidad de búsqueda. Son positivas y edificantes las que nos dejan los pecados, porque nos vuelven más humanos, más misericordiosos, más capaces de comprender a los demás. Son gloriosas las cicatrices de Jesús y también las nuestras, si nos ayudan a reconciliarnos con nuestra pequeñez, a aceptar con mansedumbre nuestras limitaciones, a esperar con más confianza la acción de Cristo resucitado en nuestra vida.
Tomás, el Mellizo, tuvo la mala suerte de no estar presente cuando Jesús se apareció a sus compañeros. Y se resistía a creer. A toro pasado podemos correr el peligro de ver en Tomás a un incrédulo tozudo y cerrado. Pero la cosa tuvo que ser más compleja, en aquellos momentos iniciales de un hecho tan desbordante, el único que se ha dado en toda la historia. Y, además, no es tan fácil creer en la vida eterna, sobre todo porque nos encanta ésta, la terrena, y apenas nos deja tiempo para pensar en otra alternativa. Y también porque creer no es saber cosas, sino saber vivir. Uno puede estar enterado de muchos misterios y verdades sobrenaturales y vivir como si tal, sin darse por aludido. También Tomás entendía las explicaciones de los apóstoles, pero él no había visto como ellos y sentía la angustia de la falta de evidencia que da la experiencia directa.
Jesús entendió su problema personal y condescendió a regalarle un encuentro físico que lo confirmara en la fe para siempre y nos enseñara a todos, de paso, a salvar tales exigencias. La dicha de la fe —dirá el Señor— no descansa en las señales sino en el amor, en el que Dios nos tiene y en el que nosotros le profesamos. Y otra cosa, quizá un requisito necesario para creer en circunstancias particularmente adversas sea la sencillez de espíritu, el buen corazón. Así lo atestiguan Dimas, el buen ladrón, y el centurión que clavó su lanza en el costado de Jesús.
En aquella figura deforme del madero “no había ninguna belleza”. Y, sin embargo, los dos creyeron. El primero vio en Jesús a un rey: “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. El segundo vio al Hijo de Dios. De ahí las palabras de Jesús: “Dichosos los que creen sin haber visto”.
Porque más que de nuestros ojos hemos de fiarnos de nuestros oídos. Jesús ya no se aparece a nadie, ordinariamente. Es el anuncio de quienes lo vieron el que, a través de los siglos, va pasando de boca en boca hasta el último rincón de la tierra. Más aún, la fe de la que habla el evangelista Juan no es la posesión tranquila de una verdad, no es una conquista, un diploma conseguido, sino un itinerario con las consiguientes fatigas, sorpresas e incertidumbres. La fe no es una “seguridad”, sino la aceptación de un hecho —la resurrección de Cristo—, aunque no siempre estemos libres de dudas. “Creer —decía el Cardenal Newman— es ser capaces de soportar dudas”. Fiémonos de lo que nos han contado; alegrémonos de esas insignias de honor que son las cicatrices de Cristo y saltemos al vacío, como san Pablo, con su grito: “Sé y muy bien de quién me he fiado”.
Por expreso deseo del papa Juan Pablo II, a instancias de la beata Faustina Kowalska, este segundo domingo de Pascua tiene también ahora un matiz de “misericordia”. Encomendémonos al Señor resucitado, viendo en Él al Hijo en quien Dios Padre y el Espíritu Consolador han querido amarnos sin medida, perdonarnos los pecados, si nos arrepentimos y salvarnos para el cielo.
Santiago Marcilla (†), Agustino Recoleto
Contenido: Provincia San Nicolás de Tolentino